miércoles, 15 de abril de 2009

La ciudad: entre la reivindicación del espacio público y la privatización de la vida

Articulo enviado por: Esteban Garcés sierra

La ciudad es más relaciones sociales que un simple cúmulo de edificios, calles y gente. Es el lugar donde la sociedad se fotografía y, por ello, refleja los problemas que la afectan. Así, la crisis de lo público, muy ligada a la lógica neoliberal, se traduce en un abandono de los espacios colectivos donde se ejerce la ciudadanía y en un atrincheramiento de las personas en el ámbito doméstico.

Hay, al menos, dos maneras de pensar la ciudad. Como un laberinto asimétrico de formas inanimadas, de bloques de cemento yuxtapuestos, o como un lienzo donde las personas que la habitan trazan sus existencias. En otras palabras, que quien tuviese la posibilidad de radiografiar una urbe podría detectar en las placas los trapos limpios y sucios de una comunidad. Esta metáfora simboliza la relación indisociable que existe aquí entre el contenedor y el contenido, la sociedad.

La ciudad se muestra así como un pentagrama donde leer el estado de salud de las relaciones sociales; escenario por antonomasia de los vínculos humanos. Los hombres viven juntos y, continuamente, interactúan, responden y se comportan en relación con los demás y su entorno (1). Tales tendencias componen la savia urbana más que las creaciones arquitectónicas; aunque estas últimas, como se verá, condicionan en buena parte a las primeras.

Como dice el filósofo Jünger Habermas, la ciudad es «el espacio público donde la sociedad se fotografía, el poder se hace visible y se materializa el simbolismo colectivo». Para Henri Lefebvre, «la sociedad inscrita en el suelo...». Para Julio Cortázar, «un lugar con mucha gente que interactúa cara a cara [...] Una concentración de puntos de encuentro», donde «lo primero son las calles y las plazas, los espacios colectivos, y sólo después vendrán los edificios y las vías, que son los espacios circulatorios» (2). Y éstas son sólo algunas voces que resaltan el sentido público de la urbe.

En esta línea opina el urbanista catalán Jordi Borja, quien concibe el espacio público —términos con los que hoy se suele referir sólo a ciertos rincones compartidos— como símbolo de la ciudad en sí misma. Éste se materializa en avenidas, calles, plazas, parques, equipamientos abiertos o cerrados, y siempre tiene un carácter «relacional». Para que se entienda: no aísla ni segrega a unos habitantes de otros sino que debe tender a proporcionarles igualdad para habitar; supone, pues, «dominio público, uso social colectivo y multifuncional». Su acceso abierto le confiere un rango de centro: todos acuden allí para pasear, conocerse, comunicarse con otras zonas, para reunirse, para manifestarse, para descubrir... Territorio de la sociabilidad, está directamente ligado a la calidad de vida de los habitantes y al tipo de ciudad. Por eso importa conocer cómo se estructura y cómo se usa.

La rutina suele mostrarse implacable en este análisis. La inercia cotidiana cubre con un manto de naturalidad la explotación del espacio y el tiempo, que pasa desapercibida. Pero quien levanta ese velo, puede descubrir en la ciudad las concepciones colectivas sobre, por ejemplo, el (o los) estilo de vida predominante. Dice Manuel Castells que estos entornos artificiales reflejan el sistema de poder social y económico; su desarrollo responde a las fuerzas del mercado, el poder del gobierno y la influencia de los movimientos sociales (3). ¿Es posible señalar, entonces, un modelo urbano predominante en la actualidad?

CIUDAD POSTMODERNA

Las diferencias abundan tanto como la diversidad mundial. Sin embargo, los investigadores observan —no exenta de particularismos— la impronta de una lógica de privatización y segregación. Esta tendencia encuentra explicaciones variadas y resultaría simplista atribuirla a un razonamiento maniqueo, lo mismo que sucede con cualquier manifestación social o cultural.

En los últimos 50 años ha tenido lugar la metropolización: un proceso que sucedió a la pura aglomeración de las poblaciones y que se relaciona con la «fragmentación de éstas a lo largo de las principales vías de circulación». Esta evolución comprende una serie de cambios: un aumento de la utilización del transporte para desplazarse diariamente y cubrir trayectos cada vez más extensos y, sobre todo, una «ruptura del espacio político» como consecuencia del estrés de los habitantes, además de una proliferación de «nuevos lugares de inserción». Así aparecieron nuevas formas de vida para soportar el fenómeno urbano, formas ligadas estrechamente con «la transferencia de poder al sector privado y con la globalización» (4). ¿Cómo afectó esto al espacio público cual lugar de convivencia y, a su vez, qué revelan del modelo de sociedad hegemónico?

Borja habla de crisis del espacio público y la sitúa a lo largo del siglo XX. Señala diversas causas: la dinámica de la propiedad privada, la prioridad pública y privada a los programas inmobiliarios, la ocupación exclusiva de las vías circulatorias por parte del automóvil, la oferta comercial cerrada, la inseguridad ciudadana. Rasgos de un prototipo urbano que otros investigadores han conceptualizado como ciudad posmoderna. Un territorio donde «no hay espacios creados por una comunidad, sino itinerarios individuales, imprevisibles y aleatorios, trazados por el hiperconsumo, que son prioridad del individuo y no de la sociedad» (5). Esto queda patente en las costumbres básicas, como la residencia.

Así, el sociólogo Vicente Verdú, consultado por este medio, afirma que hoy «la sociedad es crecientemente individualista y cada vez más, en Occidente, se compone de hogares ocupados por una sola persona (hasta el 45% en Suecia o en algunos barrios altos de París)». Ahora bien, Verdú insiste en aclarar que la vida privada fue también «una conquista de la sociedad moderna» y que «es muy positiva la existencia de un espacio reservado».

El problema probablemente surge cuando se intenta establecer el límite donde las preferencias particulares perjudican las necesidades públicas. Por ejemplo, cuando se destina un terreno comunitario en provecho de un grupo inmobiliario. ¿Aunque éste pague por él, quién sale beneficiado a la larga? ¿Quién disfrutará de esa porción de la ciudad?

El automóvil representa toda un metáfora en este sentido. El sociólogo Jesús Martín Barbero advirtió hace décadas: «Pronto la prioridad será que la gente circule y no que se encuentre» (6). A


unque con una postura menos extrema, que esa tendencia aún se constata. El coche, dijo, constituye «uno de los medios clave para privatizar la vida», y lo claro es que «no hay alternativa sin un transporte público bueno». El dinamismo de la industria del automóvil dice mucho de la sociedad actual.

También lo hace el uso de las tecnologías de la comunicación. Sobre todo en el mundo desarrollado, las sociedades se desonorizan, advierten algunos autores; esto es: la gente se aísla cada vez más tomando preferencia por tipos comunicacionales electrónicos antes que por el contacto directo. Para otros observadores, sin embargo, la «compulsión de la proximidad» —la necesidad de encontrarse— sigue primando (7). Martín-Barbero, por ejemplo, sostiene que las tendencias individualistas y de atrincheramiento doméstico encuentran sus causas más en el abandono de la calle y los problemas derivados de éste que en el influjo tecnológico.

Los que advierten de que la privatización se encuentra en la raíz de la marginación social y es consecuencia de un modelo que alienta las desigualdades, reclaman una barrera más firme para frenarla. Las posibilidades de forjar una convivencia armónica y una ciudad habitable por la mayoría depende de ello, dicen. ¿Pero quién debe establecer esa frontera? En todo caso, ¿qué pasa cuando la propia sociedad legitima con su voto una política que confunde progreso con especulación inmobiliaria?

Vicente Verdú admite que la disminución de los espacios públicos o su recreación artificial en centros comerciales «es muy representativa» de los tiempos que corren. Y coincide en que la reunión de las personas «se produce inducida para la compra y el recreo controlado por los negocios». En este sentido, algunos pensadores incluso han invertido la fórmula tradicional. Si antes la ciudadanía se ejercía en el espacio público —expresándose en una manifestación, si acaso—, hoy, dicen, se constituye en el mercado. Allí se ejerce por medio del poder de consumo: «algunos compran, otros simplemente miran y admiran» (8).

ARTICULACIÓN ENTRE ESPACIO Y RELACIONES SOCIALES

¿Hay que colegir, entonces, que privatización es siempre sinónimo de crisis? No, según el sociólogo Néstor García Canclini. Para él, hay experiencias de limitación de espacios y de apropiación privada que, en medio del abandono de los estados, «pueden funcionar como reactivadoras o preservadoras del patrimonio, de lugares visibles dentro de la ciudad». Sin embargo, aclara, actúan como desintegradoras cuando separan, cuando limitan la experiencia urbana, las vivencias y la solidaridad. «Sin políticas públicas, una suma de privatizaciones y defensas aisladas no puede resolver los problemas urbanos», añade (9).

García Canclini ha intentado develar cómo las nociones de público y privado se reorganizan en la imaginación de la gente y así extraer conclusiones sobre las connotaciones que ésta tiene de la ciudad que habita: sus miedos, prejuicios y preferencias respecto a los otros y al entorno. Por ejemplo, en las grandes ciudades acuciadas por problemas como la contaminación, la inseguridad o la pobreza, viajar por la urbe puede resultar para muchos sinónimo de un probable encuentro con lo que no desean o esperan ver; otras realidades diferentes a las propias. Mientras que lo íntimo se identifica con la posibilidad de elegir el ambiente preferido. Una herramienta para averiguar cómo influye la urbe en los vínculos sociales, y viceversa.

Si algo está claro, es que las relaciones sociales «se inscriben» en el espacio y, por tanto, resultan afectadas en alguna medida por éste (10). Y también a la inversa: las personas, los modos de interactuar y de pensar la vida en conjunto, legitiman ciertos usos.

Antonio Mela alude, por ejemplo, a cómo la concepción de ámbitos urbanos pueden contribuir a «reproducir relaciones de dominación» (11). Así, un acceso restringido —so pretexto del pago de una entrada o el cumplimiento de características de grupo (étnico, económicos, etcétera)— actúa como estrategia disuasoria para quienes se encuentran fuera de esa clasificación. Aquí «la construcción del sentido» del lugar puede incluso «condicionar el comportamiento».

En esa articulación entre espacio y relaciones sociales no siempre sale beneficiado el grupo poderoso. Tampoco puede entenderse como una conexión biunívoca, es decir: exclusiva y matemática; más bien está sujeta a múltiples variables. Pero indudablemente incide en la integración de una comunidad. Qué pesa más en este sentido quizá sea difícil de determinar. Según Verdú, «la pregunta es tan precisa que la respuesta incluye necesariamente a ambas: en efecto, entre los urbanistas y arquitectos sigue existiendo la pretensión social de mejorar las relaciones de los habitantes creando espacios propicios y esta labor es la que anima, todavía, a pensar las ciudades, los lugares públicos y los diseños interiores o exteriores de las viviendas».

Como se ve, toda iniciativa urbana tiene un sentido público; afecta a la comunidad y no sólo al emprendedor y a los destinatarios. De ahí la fuerza de algunos interrogantes generales: ¿Qué usos del espacio predominan? ¿Qué dicen éstos de las relaciones sociales? ¿Qué del poder, de sus intenciones y de dónde reside? ¿Qué sobre la salud democrática? Y más concretos: ¿Es lo mismo cambiar una plaza por una autovía; un centro público por un estacionamiento; un mercado tradicional por un centro comercial? No, son alternativas diferentes que fomentan vínculos diferentes y repercuten en los sentidos públicos, por ejemplo, en los de convivencia, tolerancia o respeto mutuo. En definitiva, el desarrollo de la ciudad responde menos al azar que al marco socioeconómico; de ahí su capacidad para revelar el nivel de fragmentación de una sociedad.

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